Una vez dentro de las instalaciones del aeropuerto, busco en la pizarra informativa a que hora saldría mi vuelo hacia Cochabamba. Tendría que esperar tres horas para que esto sucediera. Cambio algunos dólares por pesos bolivianos o simplemente bolivianos, como se llaman ahora. Busco donde tomarme un café. Un expreso me cuesta alrededor del equivalente a un dólar. Dejo una buena propina. Una hora después, regreso con la intención de tomarme otro café. Ahora, en cuanto me ve, el camarero se acerca rápidamente y hasta me trae un periódico, me enciende el cigarro que acabo de sacar y conversa afablemente conmigo (aun los fumadores no éramos tan discriminados). Bajo al salón principal y me entretengo mirando a un señor, con rasgos andinos, que limpia la amplia cristalería de la fachada del aeropuerto. Termina y vuelve a empezar donde mismo había comenzado unos 20 minutos antes, así una y otra vez. Al fin llega la hora de mi vuelo. Este transcurrió sin ningún sobresalto, cómodo y rápido. Ya había pasado por seis de los ocho aterrizajes y despegues. Estaba ya más cerca de mi destino y sólo me separaban de él otro despegue y otro aterrizaje.